Era el final de otoño de 1.909.
La ciudad de Londres estaba sumergida como en una sopa de guisantes, con una niebla espesa que prácticamente detenía el tráfico y todos los negocios de la capital británica.
Un publicista norteamericano, el Sr. Boyce, tenía dificultades para encontrar una dirección en el centro de la ciudad.
Se había detenido bajo una de las lámparas de la calle para orientarse mejor cuando, de repente, apareció un muchacho entre la niebla.
– ¿Puedo ayudarlo, señor? – preguntó el muchacho.
– Ya lo creo que sí -dijo el Sr. Boyce-, quisiera que me indicaras cómo llegar a esta dirección…
– Yo le llevaré ahí, señor – dijo el muchacho. Y se encaminaron en la dirección deseada por el Sr. Boyce.
Cuando llegaron al lugar, el Sr. Boyce buscó en sus bolsillos algunas monedas para dárselas de propina, pero antes de que tuviera la oportunidad de ofrecerlas al muchacho, este le dijo:
– No, señor, muchas gracias. Soy scout y un scout no acepta nada por ayudar a alguien.
– ¿Un scout? ¿Y qué es eso? – preguntó el Sr. Boyce, quien nunca había oído hablar de los scouts de Baden Powell-. Cuéntame de ellos.
Así fue que el muchacho le habló al norteamericano acerca de él y sus hermanos scouts.
El Sr. Boyce quedó muy interesado y después de terminar sus negocios, le pidió al muchacho que lo llevara a las oficinas de los Boy Scouts británicos.
Ahí desapareció el muchacho.
En la oficina, el Sr. Boyce conoció a Baden Powell.
Y quedó tan impresionado con lo que le dijo acerca del escultismo, que decidió llevar a su país.
¿Qué pasó con el muchacho que ayudó al Sr. Boyce?
Nadie lo sabe, nadie volvió a oír de él.
Sin embargo, el Sr. Boyce nunca lo olvidó.
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